martes, 3 de febrero de 2015

Seis sonetos de Francisco Luis Bernárdez





El destello

Aunque el cielo no tenga ni una estrella
y en la tierra no quede casi nada,
si un destello fugaz queda de aquella
que fue maravillosa llamarada,

me bastará el fervor con que destella,
a pesar de su luz medio apagada,
para encontrar la suspirada huella
que conduce a la vida suspirada.
 
Guiado por la luz que inmortaliza,
desandaré mi noche y mi ceniza
por el camino que una vez perdí,
 
hasta volver a ser, en este mundo,
devuelto al corazón en un segundo,
el fuego que soñé, la luz que fui.



Soneto al Niño Dios

Te llamé con la voz del sentimiento
antes de la primera desventura,
te busqué con la luz, aún oscura,
que despuntaba en el entendimiento.

Pero siempre, Señor, sin fundamento.
Pero nunca, Señor, con fe segura,
porque la luz aquella no era pura
y aquella voz se la llevaba el viento.

Fue necesario que muriera el día,
que viniera la noche, que callara
la voz y que cesara la alegría,

para que yo te descubriera, para
que la desolación del alma mía
en el llanto del Niño te encontrara.


Navidad

I La Fe

Por lo desconocida y por lo bella,
por lo profunda y por lo desolada,
esta noche, Señor, es como aquella
que te sirvió de cuna y de posada.

Esta dulce mirada de doncella
con que mira la noche abandonada
es la mirada de la misma estrella
que presenció en silencio tu llegada.

Este dolor es el dolor del hombre
que a pesar de sufrir tuvo confianza
en el advenimiento de tu Nombre.

Estos ojos, Señor, son como aquellos
ojos que no perdieron la esperanza
de que vinieras a llorar por ellos.


 
Nocturno

¿Qué fuego es éste cuyo fiel latido,
cada vez más profundo y más cercano,
sólo para mi pecho es parecido
a la palpitación de un ser humano?

¿Qué paso es éste cuyo leve ruido,
siendo en las sombras un sonido vano,
sólo en mi corazón tiene sentido,
porque resuena como el de un hermano?

¿Qué voz es esta voz cuyo sonido,
sin turbar el silencio soberano,
sólo sabe sonar para mi oído?

¿Qué mano es ésta cuyo amor lejano,
mientras el mundo entero está dormido,
sólo se acuerda de mi pobre mano?



Agua y fuego

Dolor y amor en forma de agua y fuego
se reparten mis horas fugitivas,
y con olas y llamas sucesivas
soy el mar y la luz en que me anego.

Unas veces en chispas sin sosiego
y otras veces en gotas pensativas,
subo cantando a las estrellas vivas
o me sepulto en el abismo ciego.

Cuando el fuego amoroso es más ardiente,
el agua se desata dulcemente
y apaga en llanto los latidos rojos.

Pero el fuego despunta nuevamente,
se apodera del mundo y de mi frente
y enjuga en paz el agua de mis ojos.


La paz

Ya quieta el agua, silencioso el viento,
la tierra en paz y el fuego consumido,
encuentro el derrotero perseguido
y entro en mi corazón con paso lento.

Ya perdido en su puro sentimiento
de pájaro callado y escondido,
sólo escucho su lánguido sonido,
sólo siento su blando movimiento.

Sobre la dulce muerte de las cosas,
el cielo; con sus alas poderosas,
cubre el mundo hasta el último confín.

Y en el silencio del celeste abismo,
mi ser se va olvidando de sí mismo
y abre los ojos a la luz sin fin.





                                                                       Francisco Luis Bernárdez, poeta argentino
                                                                          nacido en Buenos Aires (1900 - 1978)

 

El destello

La metaforía de la luz recorre el poema, y remite a la divinidad. La Luz divina es el sumo Bien, la Verdad, la Sabiduría eterna.

El contraste entre luz y oscuridad estructura el soneto. De acuerdo a su fulgor o intensidad, la luz se presenta en grados: maravillosa llamarada, luz que inmortaliza // el fuego que soñé, la luz que fui // destello fugaz (pero fervoroso), luz medio apagada // (mi) noche, cielo sin estrellas. Pero, como en el comienzo del Evangelio de San Juan, la Luz resplendece en medio de las tinieblas (lux in tenebris lucet).

El yo lírico plantea una conjetura: si en el mundo reinara la oscuridad, pero hubiera aún algún destello de Luz (primer cuarteto), sería suficiente para encontrar el camino que conduce a la vida eterna (segundo cuarteto); esa luz lo guiaría al camino que había perdido (primer terceto) y él volvería a ser, recobrada la gracia, fuego y luz (segundo terceto).

En el poema, la luz parece remitir al Camino (suspirada huella), Verdad (maravillosa llamarada, destello fervoroso, guía) y Vida (vida suspirada, luz que inmortaliza), es decir, Jesucristo. La Luz es activa: guía; y el yo lírico es quien debe dejarse guiar e iluminar por la gracia (la luz que fui), para aspirar a la vida eterna (el fuego que soñé), para la que fue creado. 

Como en otros poemas de Francisco Luis Bernárdez, se presenta el motivo del alejamiento como algo episódico: si el yo lírico se extravía y pierde el camino, en la medida en que no rechace la gracia, puede guiarse por la luz. Se destaca la Esperanza, ya que si en el mundo reinara la oscuridad y el hombre se extraviara, bastaría un destello de la Luz para que pudiera rectificar el camino errado (encontrar la suspirada huella, el camino que una vez perdí) y reparar (desandaré mi noche) por medio de la conversión y la penitencia (mi ceniza).

Soneto al Niño Dios

Los vocativos están dirigidos a Dios (te llamé, Señor, te descubriera, te encontrara). En el poema contrastan la luz y la oscuridad. El yo lírico es activo, pero ha buscado a Dios de manera imperfecta: con la temprana voz del sentimiento, con la luz aún oscura de su entendimiento (primer cuarteto); sin fundamento ni fe segura porque le faltaba pureza a la luz del entendimiento; su difusa y errática voz se perdía en el viento (segundo cuarteto).

En la oscuridad de la noche (primer terceto) el yo lírico descubre al Salvador. Lo encuentra, en la desolación de su alma, en el llanto del Divino Niño (segundo terceto).

Navidad

I La Fe

El yo lírico dirige el vocativo a Dios (Señor), y desde el título anticipa el tema central, que es la fe.
La noche que vive el yo lírico es como aquella noche prometida: bella y profunda. Los sucesos tan altos que en ella ocurrieron tuvieron, como la presente noche, un marco inhóspito (primer cuarteto), pero suavizados por la dulce mirada de la Doncella (segundo cuarteto), la Virgen María.

En el poema se establece una analogía entre la noche de la Natividad del Señor, la noche de las noches, con el presente que vive el yo lírico. Así como hubo hombres sufrientes y esperanzados que tuvieron fe en el advenimiento del Salvador (primer terceto), el yo lírico mantiene la esperanza en en Él, ya que el Salvador ha venido también a llorar por sus ojos (segundo terceto). El yo lírico asume la relación personal que Dios establece con cada hombre, y se le revela en el dolor.

Nocturno

En poesía, un nocturno es una composición en la que se recrea algún aspecto de la noche, generalmente apacible. En este poema no se menciona ningún aspecto de la nocturnidad, con excepción de la vaga referencia a las sombras. La composición se desarrolla en sucesivas preguntas retóricas. Aquí la noche parece más bien remitir al misterio, expresado en los interrogantes planteados.

El yo lírico se pregunta por el fuego, cuyo fiel latido siente palpitar, profundo y cercano (primer cuarteto), como el de una persona. Se interroga también por el paso que percibe en las sombras, pero que en su corazón resuena como el de un hermano (segundo cuarteto). Asimismo, el yo lírico se pregunta por la voz, solo audible para su oído (primer terceto); y finalmente, por la amorosa mano que se acuerda de su pobre mano (segundo terceto). 

El fiel latido del Corazón abrasado, el suave paso -que es preciso seguir-, la voz que llama al oído y la amorosa mano son atributos de Jesucristo, que ama, guía, acompaña, llama y consuela a los hombres.

Agua y fuego

El dolor y el amor se presentan como elementos en tensión, que finalmente logran un equilibrio. Estos elementos, metaforizados, se presentan en diversos grados:

Dolor: agua, olas, mar, gotas pensativas.
Amor: fuego, llamas, luz, chispas sin sosiego.

En sus horas fugitivas, el desasosegado yo lírico, agitado, alterna entre subir cantando a las estrellas vivas o sepultarse en el abismo ciego.

Finalmente, el agua (llanto) extingue con dulzura el fuego ardiente (latidos rojos); pero esto no impide que el fuego pueda despuntar y enjugar en paz el llanto, restableciéndose así un equilibrio capaz de moderar pasiones tan dispares como el amor, que inflama, y el dolor, que languidece.

La paz

Para San Agustín la paz es “la tranquilidad en el orden”. El yo lírico encuentra la paz (quieta el agua, silencioso el viento, el fuego consumido): llega al derrotero perseguido, por el camino acertado que venía transitando, y entra en su corazón (primer cuarteto). Lo hace lentamente, pues apenas percibe su lánguido sonido y su blando movimiento, como de pájaro callado y escondido (segundo cuarteto). Percibe, asimismo, la caducidad de las cosas del mundo, que el cielo cubrirá con sus poderosas alas (primer terceto). 

El yo lírico, que se refiere a sí mismo empleando la tercera persona, se abandona, por fin, al silencio del celeste abismo “y abre los ojos a la luz sin fin” (segundo terceto): nace a la Vida verdadera.


Divina Comedia, ilustración del Canto XXVII del Paraíso,
por Gustave Doré (1832 - 1883)