Fragmento de la Chanson de Roland, que corresponde a la muerte del héroe (tiradas CLXVIII
a CLXXVII).
CLXVIII
Siente
Rolando que se aproxima su muerte. Por los oídos se le derraman los
sesos. Ruega a Dios por sus pares, para que los llame a Él; y
luego, por sí mismo, invoca al ángel Gabriel. Toma el olifante,
para que nadie pueda hacerle reproche, y con la otra mano se aferra
a Durandarte, su espada. A través de un barbecho, se encamina hacia
España, recorriendo poco más que el alcance de un tiro de
ballesta. Trepa por un altozano. Allí, bajo dos hermosos árboles,
hay cuatro gradas de mármol. Cae de espaldas sobre la hierba verde.
Y se desmaya
nuevamente,
porque está próximo su fin.
CLXIX
Altas
son las cumbres y grandes los árboles. Hay allí cuatro gradas,
hechas de mármol, que relucen. Sobre la verde hierba el conde
Rolando ha caído desmayado. Y he aquí que un sarraceno no cesa de
vigilarlo; ha simulado estar muerto y yace entre los demás, con el
cuerpo y el rostro manchados de sangre. Se yergue sobre sus pies y
se aproxima corriendo. Es gallardo y robusto, y de gran valor; su
orgullo lo empuja a cometer la locura que lo perderá. Toma en sus
brazos a Rolando, su cuerpo y sus armas y dice estas palabras:
—¡Vencido está el sobrino de Carlos! ¡Esta espada a Arabia me la he de llevar! Al sentirlo forcejear, el conde vuelve un poco en sí.
—¡Vencido está el sobrino de Carlos! ¡Esta espada a Arabia me la he de llevar! Al sentirlo forcejear, el conde vuelve un poco en sí.
CLXX
Rolando
siente que lo quieren despojar de su espada. Abre los ojos y
exclama:
—¡Tú
no eres de los nuestros, que yo sepa!
Tiene
aún en la mano el olifante, que no ha querido soltar; con él
golpea al infiel sobre su yelmo adornado con pedrerías y recamado
de oro. Rompe el acero, el cráneo y los huesos, hace rodar fuera de
la cabeza los dos ojos y ante sus pies lo derriba muerto. Después
le dice:
—Infiel,
hijo de siervo, ¿cómo tuviste bastante osadía para apoderarte de
mí, fuera o no tu derecho? ¡Todo aquel que te lo oyera decir te
tendría por loco! He aquí quebrado el pabellón de
mi
olifante; el oro y el cristal se han desprendido.
CLXXI
Rolando
siente que se le nubla la vista. Se incorpora, poniendo en ello todo
su esfuerzo. Su rostro ha perdido el color. Tiene ante él una roca
parda; da contra ella diez golpes, lleno de dolor y encono. Gime el
acero, mas no se rompe ni se mella.
—¡Ah!
—exclama el conde—. ¡Socórreme, Santa María! ¡Ah,
Durandarte, mi
buena
Durandarte, lástima de vos! Voy a morir, y dejaréis de estar a mi
cuidado.
¡He
ganado por vos tantas batallas campales, por vos he conquistado
tantos
anchos
territorios que ahora domina Carlos, el de la barba blanca! ¡No
caeréis jamás en las manos de un hombre que ante su semejante
pueda darse a la fuga! Durante largo tiempo pertenecisteis a un buen
vasallo; jamás habrá espada que os valga en Francia, la Santa.
CLXXII
Hiere
Rolando las gradas de sardónice. Gime el acero, mas no se astilla
ni se mella. Al ver el conde que no puede quebrarla, comienza a
lamentarse para sí:
—¡Ah,
Durandarte, qué bella eres, qué clara y brillante! ¡Cómo luces y
centelleas al sol! Hallábase Carlos en los valles de Moriana cuando
le ordenó Dios por intermedio de un ángel que te donase a uno de
sus condes capitanes: entonces te ciñó a mi lado, el rey grande y
gentil. Por ti conquisté el Anjeo y la Bretaña, por ti me apoderé
del Poitou y del Maine. Gracias a ti lo hice dueño de la franca
Normandía, de Provenza y Aquitania, de Lombardía y de toda la
Romana. Por ti vencí en Baviera, conquisté Flandes y Borgoña, y
la Apulia toda; y también Constantinopla, de la que recibió
pleitesía, y Sajonia, donde es amo y señor. Por ti domeñé
Escocia e Inglaterra, su cámara, según él decía. Por ti gané
cuantas comarcas posee Carlos, el de la barba blanca. Por esta
espada siento dolor y lástima. ¡Antes morir que dejársela a los
infieles! ¡Dios, Padre nuestro, no permitáis que Francia sufra tal
menoscabo!
CLXXIII
Hiere
Rolando la parda roca, y la quiebra de un modo que no os podría
decir. Rechina la espada, mas no se astilla ni se parte, y rebota
hacia los cielos. Cuando advierte el conde que no podrá romperla,
la plañe, para sí, con gran dulzura:
—¡Ah,
Durandarte, qué bella eres, y qué santa! Tu pomo de oro rebosa de
reliquias: un diente de San Pedro, sangre de San Basilio, cabellos
de monseñor San Dionisio y un
pedazo del manto de Santa María. No es justicia que caigas en poder
de los infieles;
cristianos
han de ser los que te sirvan. ¡Plegue a Dios que nunca vengas a
manos de un cobarde! Tantas anchurosas tierras he conquistado
contigo para Carlos, el de la barba florida. Por ellas alcanzó el
emperador poderío y riqueza.
CLXXIV
Siente
Rolando que la muerte arrebata todo su cuerpo: de su cabeza
desciende hasta el corazón. Corre apresurado a guarecerse bajo un
pino, y se tiende de bruces sobre la verde hierba. Debajo de él
pone su espada y su olifante. Vuelve la faz hacia las huestes
infieles, pues quiere que Carlos y los suyos digan que ha muerto
vencedor, el gentil conde. Débil e insistentemente, golpea su
pecho, diciendo su acto de contrición. Por sus pecados, tiende
hacia Dios su
guante.
CLXXV
Rolando
siente que ha llegado su última hora. Está recostado sobre un
abrupto altozano, con el rostro vuelto hacia España. Con una de sus
manos se golpea el pecho:
—¡Dios,
por tu gracia, mea culpa
por todos los pecados, grandes y leves, que cometí desde el día de
mi nacimiento hasta éste, en que me ves aquí postrado! Enarbola
hacia Dios el guante derecho. Los ángeles del cielo descienden
hasta él.
CLXXVI
Recostado
bajo un pino está el conde Rolando, vuelto hacia España su rostro.
Muchas cosas le vienen a la memoria: las tierras que ha conquistado
el valiente de Francia, la dulce; los hombres de su linaje;
Carlomagno, su señor, que lo mantenía. Llora por ello y suspira,
no puede contenerse. Mas no quiere echarse a sí mismo en olvido;
golpea su pecho e invoca la gracia de Dios:
—¡Padre
verdadero, que jamás dijo mentira, Tú que resucitaste a Lázaro de
entre los muertos, Tú que salvaste a Daniel de los leones, salva
también mi alma de todos los peligros, por los pecados que cometí
en mi vida!
A Dios
ha ofrecido su guante derecho: en su mano lo ha recibido San
Gabriel. Sobre el brazo reclina la cabeza; juntas las manos, ha
llegado a su fin. Dios le envía su ángel Querubín y San Miguel
del Peligro, y con ellos está San Gabriel. Al paraíso se remontan
llevando el alma del conde.
CLXXVII
Ha
muerto Rolando; Dios ha recibido su alma en los cielos. El emperador
llega a Roncesvalles [...].
Roland intenta en vano romper su espada Durandarte; y por sus pecados ofrece a Dios su guante derecho, que es recibido por el Arcángel San Gabriel.
Carlomagno encuentra muerto a Roland, con su espada y el olifante. San Gabriel, que por mandato de Dios guarda a Carlomagno, alza la mano y traza sobre él el signo de la cruz.
~*~
Traducción de la Chanson de Roland. Texto completo en español, prosificado.
http://www.instituto127.com.ar/Bibliodigital/Anonimo_lacancionderolando.pdf