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miércoles, 28 de enero de 2015

Francisco Luis Bernárdez, poeta argentino


Soneto de la Encarnación 

             … il suo fattore 
            Non disdegnò di farsi sua fattura. 
            Dante, Par. XXXIII

Para que el alma viva en armonía
con la materia consuetudinaria
y, pagando la deuda originaria,
la noche humana se convierta en día;

para que a la pobreza tuya y mía
suceda una riqueza extraordinaria
y para que la muerte necesaria
se vuelva sempiterna lozanía,

lo que no tiene iniciación empieza,
lo que no tiene espacio se limita,
el día se transforma en noche oscura,

se convierte en pobreza la riqueza,
el modelo de todo nos imita, 
el Creador se vuelve criatura.


Soneto lejano

Bello sería el río de mi canto,
que arrastra por el mundo su corriente,
si dicho canto no naciera en cuanto
el río se separa de la fuente.

Bello sería el silencioso llanto
de la estrella en la noche de mi frente
si dicha estrella no distara tanto
de quien le da la luz resplandeciente.

Bello sería el árbol de mi vida
si la raíz de amor lo sostuviera
sin estar alejada y escondida.

Bello sería el viento que me nombra
si la voz que me llama no estuviera
perdida en la distancia y en la sombra.



Soneto de la unidad del alma

Yo que tengo la voz desparramada,
yo que tengo el afecto dividido,
yo que sobre las cosas he vivido
siempre con la memoria derramada;
 
yo que fui por la tierra desolada,
yo que fui bajo el cielo prometido
con el entendimiento repartido
y con la voluntad multiplicada;
 
quiero poner ahora la energía
de la memoria, del entendimiento
y de la voluntad en armonía
 
con la Memoria que no olvida nunca
con el Entendimiento siempre atento
y con la Voluntad que no se trunca.



Soneto del amor milagroso 

Aquel entendimiento que callaba
tiene toda la voz que no tenía,
y aquella voluntad que estaba fría
tiene todo el calor que le faltaba.

Aquel entendimiento que ignoraba
tiene la ciencia de que carecía,
y aquella voluntad que no quería
tiene el deseo que necesitaba.

Porque para que el uno se levante
del sueño en que vivía sumergido
es suficiente con que yo te cante.

Porque para que aquella no se muera
de la muerte que hubiera padecido
es suficiente con que yo te quiera.



Soneto del amor victorioso

Ni el tiempo que al pasar me repetía
que no tendría fin mi desventura
será capaz con su palabra oscura
de resistir la luz de mi alegría,

ni el espacio que un día y otro día
convertía distancia en amargura
me apartará de la persona pura
que se confunde con mi poesía.

Porque para el Amor que se prolonga
por encima de cada sepultura
no existe tiempo donde el sol se ponga.

Porque para el Amor omnipotente,
que todo lo transforma y transfigura,
no existe espacio que no esté presente.




La poesía de Francisco Luis Bernárdez




Francisco Luis Bernárdez (1900 - 1978) fue un poeta y diplomático argentino, de ascendencia española (gallega), nacido en Buenos Aires. Entre 1920 y 1924 vivió en España, donde trabajó como periodista. De regreso a Buenos Aires integró el grupo Martín Fierro (Florida) y participó de la segunda etapa de la revista Proa, como director. Fue contemporáneo y amigo de Jorge Luis Borges y de Leopoldo Marechal. Participó de los Cursos de Cultura Católica (CCC), fundados en 1922, y de Convivio, donde consolidó su identidad católica y profundizó la formación neotomista que marcaría su producción literaria.

Bernárdez asumió el catolicismo en su obra poética, en la que se destacan El buque (1935), La flor (1951), El ruiseñor (1945), El ángel de la guarda (1949) y Tres poemas católicos (1959). Otra obra recordada es la traducción de los Himnos del Breviario Romano (1952). También realizó trabajos en prosa. En su madurez, su poesía se caracterizó por un tono más lírico y romántico. Entre sus obras de temática religiosa hay composiciones orientadas a la teología, o bien a la piedad. Su producción poética es variada, y en ella se destaca el desarrollo del verso de 22 sílabas.

La poesía de tema religioso de Bernárdez se caracteriza por verter de un modo sencillo en moldes clásicos un pensamiento teológico tomista, tamizado por vivencias personales. En los poemas religiosos de Bernárdez, con frecuencia el yo lírico refiere acontecimientos vitales. Tal vez esto guarde relación con la profunda vivencia que tuvo Bernárdez en 1926 en la Catedral de Notre Dame (París), en la que se le reveló el misterio virginal de María, experiencia que recoge en La flor. Su formación en los Círculos de Cultura Católica influyó en el desarrollo de su identidad como intelectual católico, como se ha dicho. También lo marcaron sus experiencias en Córdoba, donde se estableció para recuperarse de una dolencia respiratoria en 1931: el paisaje imprimió en su alma sentimientos que serían un fuerte motivo inspirador. Su matrimonio con Laura González Palau también influyó en la vida y obra de Bernárdez.

En la poesía religiosa de Bernárdez se destaca el tomismo en cuanto a los conceptos tematizados y el franciscanismo en lo que respecta a la imaginería. Los conceptos teológicos se simplifican al modo franciscano, que aportan sencillez y simplicidad. Son frecuentes los desarrollos metafóricos de elementos de la naturaleza.

Soneto de la Encarnación 

El epígrafe del poema pertenece a la Divina Comedia (… il suo fattore / Non disdegnò di farsi sua fattura). Corresponde a la apertura del Canto XXXIII del Paraíso. Dante canta a la Santísima Virgen María -traducido y prosificado-: "Oh Virgen Madre, hija de tu Hijo, humilde y alta más que otra criatura,  término fijo de la voluntad eterna, Tú ennobleciste a la humanal natura hasta tan alto grado, que su Autor no desdeñó hacerse su factura".
 
En este poema Bernárdez presenta con sencillez los aspectos centrales del misterio de la Encarnación, que hace posible la redención del hombre. Como recurso estilístico se destaca la antítesis: noche – día / pobreza – riqueza / muerte – sempiterna lozanía / temporalidad – eternidad / infinitud – finitud; esto permite articular el poema en dos tiempos: lo humano y lo divino, armonizados en la figura de Jesucristo. La oscuridad corresponde a la humanidad y la Luz a la divinidad. “El Creador se vuelve criatura”, ya que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

Soneto lejano

Hay belleza en el canto, en el llanto y en la vida en la medida en que existe armonía entre la criatura y el Creador. Hay una Voz que llama al hombre a través del viento, pero él debe responder con su inteligencia y sus acciones (entendimiento y voluntad). Nuevamente se estructura el poema en dos tiempos: lo que el hombre hace (sentido negativo) y lo que debería hacer (sentido positivo). La composición se apoya en la repetición anafórica de "bello sería".

El orden cósmico y el orden interior se corresponden; y la armonía entre creatura y Creador es posible, si el hombre restablece el orden perdido por los afectos desordenados o por el pecado. Es el hombre el que se aleja de la fuente de la gracia, pero tiene la posibilidad de acortar esa distancia, referida en el título y en cada estrofa del soneto.

En este poema se apela a la metaforía de la naturaleza de estilo franciscano, esto es, basada en elementos primarios. En la poética de Bernárdez, simbólicamente, el agua podría ser la gracia sobrenatural; los astros, Dios (Santísima Trinidad); el viento que llama al hombre sería el Espíritu Santo; el bosque o prado sería el lugar de la presencia de Cristo. La simbología del árbol es amplia y diversa, pero en este soneto se refiere el árbol como la vida del hombre, con una raíz que es el Amor sobrenatural. El árbol es un elemento poético fuertemente connotado, pues tiene un componente subterráneo (las raíces), un tronco que se eleva, ramas que se expanden y que a su vez pueden tener hojas, flores y frutos; simbólicamente conecta el cielo y la tierra.

Dios busca y llama al hombre, pero el ascenso a lo absoluto implica una respuesta libre por parte de él: una ascesis y una purificación de ansias torpes y afectos desordenados.

Soneto de la unidad del alma

El yo lírico describe la dispersión en que se encuentra haciendo referencia a conceptos tomistas: afectos (divididos), memoria (derramada), entendimiento (repartido), voluntad (multiplicada). En los tercetos hace el propósito de ordenar la memoria (sentido interno), el entendimiento y la voluntad (potencias del alma), a fin de lograr la armonía con la divinidad. El yo lírico formula el propósito empleando un verbo volitivo en tiempo presente (quiero).

Soneto del amor milagroso

Nuevamente el yo lírico apela al tomismo para referirse a las potencias del alma: el entendimiento y la voluntad. La armonía se da cuando el hombre corresponde al Amor sobrenatural. Es el amor milagroso.

También en este soneto se presenta la estructura en dos tiempos antitéticos: lo que el hombre hacía (fase negativa) y lo que luego hace, que es corresponder al Amor (fase positiva). De nuevo, la armonía se plantea como posible, con la gracia de Dios y la respuesta del hombre. “Aquel entendimiento que ignoraba / tiene la ciencia de que carecía”: la ciencia (don del Espíritu Santo) permite juzgar rectamente sobre las cosas creadas, y que conozcamos la manera de usar bien de ellas y de enderezarlas al fin último, que es Dios (Catecismo Mayor de San Pío X). 

Soneto del amor victorioso

El soneto presenta una clara división entre los tercetos y los cuartetos. En el primer terceto se plantea la antítesis entre la desventura y la alegría sustentada en la Esperanza; y en el segundo terceto el contraste es entre distancia y cercanía. Los cuartetos desarrollan las cualidades del Amor omnipotente: todo lo transforma y transfigura. Vence al tiempo y al espacio. Y a la muerte.


Aunque es delicado postular intencionalidades en los poetas, la obra de Bernárdez deja entrever en la sencillez con que expone la ortodoxia tomista, un propósito divulgativo y una finalidad catequética, congruente con el apostolado. La cosmovisión de Bernárdez es católica: presenta una visión religiosa del mundo y de la vida, que le hace hallar a Dios en la naturaleza y en todo lo que le sucede.

La poesía de Bernárdez revela que toda la heterogénea dispersión y complejidad del mundo esconde un fin último; que hay un orden en la Providencia. Hay un llamado de Dios al hombre; en su respuesta puede darse la armonía entre la creatura y el Creador. Al cantar a San Francisco, Bernárdez recrea a su manera el catálogo poético de la creación, y desentraña el principio de unidad que subyace en todo lo existente:

Y distinguió las ligaduras que lo hermanaban con los seres y las cosas.
Examinó con ojos nuevos todas aquellas criaturas misteriosas.
Los animales, las montañas, los grandes ríos, las estrellas y las rosas.
Todas las formas que veía le recordaban la belleza de una sola.
Y en sus gemidos diferentes reconocía sin esfuerzo un solo idioma.

Bernárdez también apela a la metaforía de la naturaleza y a la serena armonía para referirse al amor ordenado, como en “Soneto enamorado”:

Dulce como el arroyo soñoliento,
mansa como la lluvia distraída,
pura como la rosa florecida
y próxima y lejana como el viento.

Acaso sus versos más recordados aplican tanto para el amor natural como para el sobrenatural:

Porque después de todo he comprendido
que lo que el árbol tiene de florido
vive de lo que tiene sepultado.

Las raíces son lo que nutre al árbol y posibilita el desarrollo de los frutos.

El dolor, la muerte, la oscuridad y el pecado confieren categoría de destierro al vivir humano, cuyo sentido es principalmente nostálgico de una Plenitud que no llega todavía. Toda contrariedad y ruptura de la armonía se interpretan como episódicas, ya que el hombre ha sido redimido y el destino al que debe aspirar es el Cielo.

La poesía religiosa de Bernárdez tiende a la simplicidad y es profundamente optimista, pues se apoya en la Esperanza.





Cursos de Cultura Católica
  
Francisco Luis Bernárdez consolidó su identidad religiosa en los Cursos de Cultura Católica, donde se desarrollaban actividades formativas de orientación doctrinal tomista desde 1922. Participó también de Convivio, una peña de letras y arte vinculada al ambiente de los Cursos en la que fue gestándose un apostolado católico orientado a los intelectuales. Bernárdez colaboró con la revista católica Criterio, por entonces relacionada con el mismo ambiente cultural, que en su momento recogió producciones de alta calidad.

Los Cursos de Cultura Católica constituían para los jóvenes laicos un ámbito específico de formación. Ellos anhelaban ser un vehículo de reconquista intelectual de la sociedad argentina: querían recristianizar la Patria. En principio la iniciativa de los cursos estaba a cargo de laicos, con presencia de un censor eclesiástico y participación de sacerdotes en el dictado de materias. Hasta fines de los años '30 mantuvieron una relativa independencia respecto de la jerarquía eclesiástica, pero con la llegada de la autorización por parte de Roma la injerencia de las autoridades se plasmó en sus estatutos. En 1939 los cursos perdieron relativa autonomía, y comenzó desde entonces una nueva etapa.

Los jóvenes asistentes a los Cursos pertenecían a una generación de conversos; no porque provinieran de otra denominación religiosa, sino porque su vínculo con el catolicismo había cambiado de una nominal piedad privada a la exposición pública. Esta conversión implicaba no solo el fortalecimiento radical de una identidad religiosa hasta entonces medida, sino además una visión crítica y un cuestionamiento de su propia época y sus errores, considerados a la luz de la filosofía.

La participación en la vida intelectual de la ciudad de Buenos Aires se basaba en su compromiso religioso y se manifestaba en un modo radical de vivir la fe; ese testimonio de fe alimentaba el apostolado, ya que los jóvenes cursantes evangelizaban, difundían las verdades de la fe a partir de sus producciones culturales y artísticas, al tiempo que establecían nuevos vínculos con los sacerdotes y con la jerarquía. Las iniciativas de los integrantes de los cursos revelaban su interés por competir por la hegemonía del campo cultural argentino.

La conversión y su testimonio delinearon un modelo de intelectual católico, reforzado por el vínculo que los jóvenes cursantes desarrollaron con las figuras más destacadas del renacimiento católico europeo. También tejieron relaciones y contactos en el interior del país, gracias a lo cual se abrieron Cursos en otras ciudades de la Argentina. El interés por contar con el apoyo de artistas dio forma a la iniciativa del Convivio, un espacio de intercambio -no exclusivo para católicos- pensado también como ámbito de apostolado: un clima favorable para la recreación y la sociabilidad, y también para la conversión, donde se apreciaba el arte y su belleza, entendida como esplendor de la verdad. Para Francisco Luis Bernárdez la poesía era una “emanación de lo eterno del ser”, y una prolongación del plan de la Creación. Su poesía estaba cincelada por su visión teológica.

Los jóvenes cursantes se constituían en intermediarios entre el campo intelectual y la Iglesia. El Convivio era una subestructura dentro de los Cursos, y participaban de sus reuniones figuras tan disímiles como Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal, Juan Antonio Ballester Peña, Osvaldo Horacio Dondo o Ignacio Anzoátegui.

Los Cursos se convirtieron en un exitoso experimento de intervención pública: una propuesta atrayente que cada vez sumaba más voluntades jóvenes. Ellos compartían un fervor religioso que implicaba vivir la fe de un modo integral, no superficial ni relegado a un rincón marginal de la existencia. Rechazaban por lo tanto la división liberal entre la esfera de lo público / laico y lo privado / conciencia religiosa. Sin embargo, esto no se traducía en intransigencia en las relaciones interpersonales ni en falta de vínculos con la sociedad profana, ya que el mismo apostolado requería sociabilidad y apertura. Entre los invitados a las actividades de los Cursos había figuras poco afines al catolicismo, incluso políticos. El interés en intervenir en la esfera pública y los requerimientos del apostolado movía a laicos y sacerdotes a traducir los mensajes religiosos a discursos y formas que fueran comunicables a una sociedad laica y liberal. La literatura y la pintura fueron algunas de estas expresiones.

Los Cursos generaron otro modelo de reunión, distinto del de las clases normales, denominado Seminario. El objetivo de estas reuniones era fomentar la participación activa de los estudiantes, si bien estaba prevista la presencia de un docente. Estos círculos de estudio versaban sobre tres temas: Historia de la Iglesia, Sagradas Escrituras y Filosofía; y la dinámica estaba dada por el pensamiento crítico, con los límites previstos por el magisterio.
 

Neotomismo o neoescolástica

El neotomismo o neoescolástica es un resurgimiento de la filosofía escolástica medieval que tuvo lugar desde la segunda mitad del siglo XIX y se desarrolló a lo largo del siglo XX. La denominación neotomismo se debe a que fue Santo Tomás (1225 - 1274) quien dio forma final a la escolástica en el siglo XIII; se consideraba asimismo que solo el tomismo podía infundir vitalidad a una escolástica del siglo XX.

El papa León XIII, en su Encíclica Aeterni Patris (1879) sobre la restauración de la filosofía cristiana conforme a la doctrina de santo Tomás de Aquino, afirmó que la doctrina tomista debía ser la base de toda filosofía que se tuviera por cristiana.

En 1914, el papa Pío X se expresó en términos coincidentes en la Encíclica Doctoris Angelici (Motu Proprio), en la que estableció a la filosofía escolástica de Santo Tomás como base de los estudios sagrados y advirtió que las enseñanzas de la Iglesia no podían ser entendidas científicamente sin estos fundamentos filosóficos. Siguiendo al santo Papa, los principales puntos de la filosofía de Santo Tomás no pueden considerarse opinables, y comprenden el pensamiento de los más importantes filósofos y Doctores de la Iglesia. En términos de san Pío X, este marco conceptual, presentado con inequívoca claridad por Santo Tomás de Aquino, permite refutar los errores de cualquier época. Por el contrario, “si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras con que el magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios”, y esto ocasionará graves daños. El tiempo confirmaría los dichos del santo Papa.

Tan altos avales favorecieron la revitalización de la escolástica medieval y sus conceptos fundamentales, en el llamado neotomismo. La Iglesia Católica se aproximaría a los problemas de su tiempo en múltiples ámbitos; destacaría así el valor de la objetividad frente al relativismo, el valor del realismo frente al idealismo y la consideración del hombre como una persona. El catecismo enseña que el hombre es una criatura racional compuesta de alma y cuerpo. Es un ser libre, trascendente, moral, relacional, capaz de amar y de actuar en función de la actualización de las potencias del alma: voluntad y entendimiento. La voluntad ordenada busca el Bien, y el entendimiento, la Verdad. El alma es sustancia espiritual, dotada de entendimiento y voluntad, capaz de conocer a Dios y de gozarlo eternamente, tal es el fin trascendente del hombre y la felicidad para la que fue creado.

El neotomismo no tenía como objetivo enriquecer la doctrina tomista; su aporte consistió en mostrar y demostrar la vigencia de los postulados de Santo Tomás, especialmente en la Suma Teológica (Summa Theologiae). Esta vigencia permitió asumir una actitud defensiva y desafiante frente a los errores de la modernidad y desarrollar los principios tomistas a la luz de los problemas filosóficos contemporáneos.


jueves, 22 de enero de 2015

Números romanos

En la numeración arábiga cualquier número puede representarse mediante la combinación de diez signos (cifras o dígitos): 0, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9.
La numeración romana, en cambio, se basa en el uso de siete letras del alfabeto latino, a las que corresponde un valor numérico fijo:

I → 1 (uno, unus)
V → 5 (cinco, quinque)
X → 10 (diez, decem)
L → 50 (cincuenta, quinquaginta)
C → 100 (cien, centum)
D → 500 (quinientos, quingenti)
M → 1000 (mil, mille)



Números arábigos

Por su simplicidad y operatividad, en la Edad Media la numeración arábiga sustituyó a la romana, que no incluía el cero (0). En general hay coincidencia en que el sistema de numeración arábigo tuvo su origen en la India, donde ya se conocía un sistema chino, también posicional y de base 10, que pudo haber sido su inspiración. Esto habría sucedido entre los siglos V y VIII, época de gran afluencia de peregrinos budistas entre China e India. Hacia el año 670, este sistema de numeración ya era conocido en Oriente Medio; su difusión fue ampliada desde el siglo IX por matemáticos musulmanes.

La primera mención documentada de los números arábigos en Occidente se encuentra en el Codex Vigilanus, cuya primera versión fue copiada en 881; también se lo conoce como Códice Albeldense, por provenir del monasterio de San Martín de Albelda (La Rioja, España), hoy en ruinas. A partir de 980, Gerberto de Aurillac, más tarde papa Silvestre II, difundió el conocimiento del sistema arábigo en Europa. El matemático italiano Fibonacci (Leonardo de Pisa) dio nuevo impulso a la difusión de los números arábigos desde 1202, con su obra Liber Abaci (Libro del ábaco).


Números romanos: usos actuales

Actualmente se emplea la numeración romana -casi siempre con valor ordinal- en los siguientes casos reconocidos por la RAE:
  • Para indicar los siglos: siglo XII, siglo XXI. Los números se escriben después del sustantivo. En este caso, no se usan números arábigos (*siglo 12).
  • Para indicar las dinastías en ciertas culturas: los faraones de la XVIII dinastía. Los números se escriben antes del nombre. Pueden sustituirse por la abreviatura del número ordinal correspondiente (la 18° dinastía).
  • En las series de papas, emperadores y reyes de igual nombre: Pío X, Carlos V, Fernando III. Se escriben después del nombre.
  • En la numeración de volúmenes, tomos, partes, capítulos o cualquier división de una obra; o bien, en la numeración de actos, escenas o cuadros en las piezas teatrales: tomo II, capítulo VII, escena VIII. Se escriben después del sustantivo. En muchos casos, pueden sustituirse por las abreviaturas del número ordinal correspondiente: tomo 2°, capítulo 7°, escena 8°; e incluso por números cardinales: tomo 2, capítulo 7, escena 8.
  • En la denominación de congresos, campeonatos, certámenes o festivales: XXXV Feria del Libro en Buenos Aires. Se escriben antes del sustantivo. Cuando el número resulta demasiado complejo, se prefiere la utilización de las abreviaturas de los números ordinales correspondientes: 88° Festival de Folklore.
  • Para numerar las páginas de secciones preliminares de una obra (prólogo, introducción, prefacio), a fin de distinguirlas del cuerpo central: Este aspecto se analizó en la página XV del prólogo. Se escriben después del sustantivo.
  • Para representar el mes en la expresión abreviada de las fechas. 18/VII/67.
  • En monumentos o lápidas conmemorativas, para indicar los años: MCMX (1910). Esta práctica está en desuso, y es habitual la utilización de numeración arábiga.

En todos los casos, actualmente las letras del alfabeto latino que representan los números romanos se escriben en mayúsculas.

---> Números en español (RAE): arábigos y romanos; numerales (cardinales, ordinales, multiplicativos y fraccionarios); fecha y hora, entre otros.


Reglas del sistema de numeración romano

a) Como regla general, los símbolos se escriben y se leen de izquierda a derecha, de mayor a menor valor, pero:
- Cuando una letra va seguida de otra de valor igual o inferior, se suman sus valores. VII = 7; XVI = 16.
- Cuando una letra va seguida de otra de valor superior, se le resta a la segunda el valor de la primera. IV = 4; IX = 9; XC = 90.

b) No debe repetirse consecutivamente más de tres veces una misma letra. En la Antigüedad podían repetirse hasta cuatro veces consecutivas el I y el X. Este uso se mantiene en algunos relojes, en los que el número 4 suele representarse como IIII y no como IV. Las letras I, X, C y M se pueden repetir consecutivamente hasta tres veces.

c) Nunca se repite dos veces una letra si existe otra que por sí sola representa ese valor. En consecuencia, las letras V, L y D no se pueden repetir consecutivamente; tampoco se colocan a la izquierda para restar: siempre suman. Por ejemplo, el equivalente a 10 es X, y no VV. No se permite la repetición de una letra de tipo 5 (V): su duplicado es una letra de tipo 10 (X). 
 
d) Para valores superiores a 3999, se coloca una línea horizontal sobre el número, a fin de indicar que la base de multiplicación es por 1000.
_
L = 50.000 (cincuenta mil)
___
XLIILXII = 42.062 (cuarenta y dos mil sesenta y dos)

Por analogía, el valor de los números romanos queda multiplicado por mil, tantas veces como rayas horizontales se tracen encima. Para multiplicar por un millón, se trazarían dos rayas.

A veces se traza una línea de subrayado para indicar la multiplicación por millón.

X = 10.000.000 (diez millones)







miércoles, 14 de enero de 2015

Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!

A Roma sepultada en sus ruinas

Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas;
y tumba de sí proprio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón Latino.

Solo el Tibre quedó, cuya corriente,
si Ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.



En este soneto, Francisco de Quevedo, poeta español del Siglo de Oro, presenta un paisaje desolado. Pocas realidades pueden suscitar con tanta fuerza el desengaño característico de la poesía barroca como la contemplación de las ruinas de la Antigüedad Clásica. Quien busca a Roma ya no la halla. La descripción de Roma es antropomórfica: es un cadáver. Yace, y su suelo hace de tumba y sepultura. Sus murallas son apenas ruinas, despojos (cadáver). La fuerza aniquiladora del tiempo ha limado hasta las medallas; antes que dinero circulante, serían medallas conmemorativas, recuerdo de glorias pasadas, puesto que la referencia al blasón Latino remitiría al escudo de armas de la ciudad.

Hasta Roma fue vencida por el tiempo. La antropomorfización de Roma, presentada como un cadáver, permite establecer un paralelismo entre el destino de las ruinas y el de todos los bienes temporales del hombre. Las ruinas revelan al ser humano la fugacidad del tiempo y su poder aniquilador. Son una advertencia constante sobre la caducidad de lo temporal. 

En el poema se mencionan dos de las siete colinas de la antigua Roma: los montes Aventino y Palatino. El monte Aventino fue un punto estratégico en el control del comercio sobre el río Tíber. El monte Palatino, la más céntrica de las siete colinas de Roma, se sitúa entre lo que fue el Foro Romano y el Circo Máximo. En el Foro Romano se desarrollaban las principales actividades de la vida social: los negocios, la religión, la administración de justicia y la política.

Foro Romano. Al fondo, el monte Palatino. Crédito: Wikipedia

En el primer terceto se menciona el río Tíber (Tibre en el original), elemento dinámico que articula un dramático contraste: de regar la Ciudad, y por lo tanto, ser fuente de vida, pasó a ser llanto, torrente de lágrimas vertido por Roma con funesto son doliente. La escena destaca el dramatismo ya que la descripción es visual, auditiva y anímica (corriente / funesto son doliente), perceptibles en la contemplación de las ruinas.

La referencia al río permite contrastar el estatismo de los cuartetos, y su descripción de la ciudad muerta, con un elemento natural y dinámico. El río recuerda el motivo heraclitiano. En su doctrina del cambio, Heráclito plantea que el río -que no deja de ser el mismo río-, va cambiando. Una parte del río fluye y cambia: la corriente de agua; pero el cauce, que guía el movimiento del agua, es, en comparación con el agua que fluye, permanente, y algunos autores ven en él el logos que todo rige.

Río Tíber (Roma). Crédito: Wikipedia

En el soneto, por un lado la corriente del río ha cambiado: ha pasado de ser agua de riego (fuente de vida) a llanto sobre la sepultura (lágrimas para un muerto). Por otro lado, el motivo del cambio permite articular el terceto final, que expresa, paradojalmente, la huida de lo que era firme y la permanencia de lo fugitivo, figura de la evanescencia típica del barroco y del contraste entre lo efímero y lo perdurable.

Otro contraste, en este caso lingüístico, está dado por el estatismo que sugieren los verbos copulativos ser, yacer y permanecer, aplicados a las ruinas de Roma, y los más claros verbos de acción: buscar, cuyo desencantado sujeto es el peregrino, y huir, acción que corresponde a lo que era firme.

El soneto presenta diversas figuras típicamente barrocas. En principio, el contraste entre la Roma imperial y las ruinas. Varias imágenes representan simbólicamente la vanitas, la vanidad de lo mundano, también característica del barroco. Las ruinas, evidencia de la fugacidad terrena, son un elemento característico en la imaginería vanitativa. También lo es la acumulación de objetos, que las propias ruinas son, al igual que las monedas o medallas, también típicas de las pinturas de vanitas, como puede verse en algunos cuadros de Juan de Valdés Leal o de Antonio de Pereda, entre otros artistas barrocos.

La contemplación de las ruinas de lo que había sido Roma sugiere también el desengaño vital ante la caducidad de lo temporal, motivo característico del barroco. Un peregrino, un hombre concreto es quien contempla las ruinas y asiste al drama de la decadencia romana. La contemplación de las ruinas provoca un profundo desencanto, ya que no era lo que el peregrino esperaba hallar. Es el desencanto del hombre barroco que en vano aspira a encontrar algo perdurable entre las glorias mundanas.

En este soneto se destaca el paso del tiempo como motivo, que en las pinturas de vanitas suele representarse con un reloj de arena. Corresponden al tiempo pasado las referencias a la Roma imperial (ostentó murallas, reinaba el Palatino, regó, huyó lo que era firme) ; y al presente, la referencia a las ruinas (buscas a Roma, no la hallas, cadáver son, yace, se muestran, llora, lo fugitivo permanece y dura).

Acaso la expresión más clara de la fuerza aniquiladora del tiempo se encuentra en el segundo cuarteto, expresada en términos de perdida contienda, en versos unidos por encabalgamiento: “y limadas del tiempo las medallas más se muestran destrozo a las batallas de las edades que blasón Latino”. Las medallas limadas, gastadas, son solo despojos de la gloria mundana. Nada resiste la demoledora y tenaz acción del tiempo.


* * *


Si bien el corpus poético sobre las ruinas comprende diversos períodos de la literatura occidental (Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, Barroco, Romanticismo), especialmente desde el Renacimiento la visión de las ruinas atrajo de modo particular la mirada de los artistas.

En 1554 fue publicada una colección de epigramas del escritor italiano renacentista Janus Vitalis; entre ellos se destaca “De Roma”, un poema en latín sobre las ruinas de Roma que influyó en composiciones posteriores. El francés Joachim du Bellay (1522 – 1560), el inglés Edmund Spenser (ca. 1522 – 1599), el español Francisco de Quevedo (1580 – 1645) y el poeta de origen polaco Mikołaj Sęp Szarzyński (ca. 1545 - 1581) entroncan en esta tradición textual, a la que posteriormente se uniría también, entre otros, el español Gabriel Álvarez de Toledo (1662 - 1714). De modo que “Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!”, de Quevedo, forma parte de una tradición de poemas que comparten la misma temática.


* * *


Las causas de la ruina del Imperio Romano*

En el precio, el favor; y la ventura,
venal; el oro, pálido tirano;
el erario, sacrílego y profano;
con togas, la codicia y la locura.

En delitos, patíbulo la altura:
más suficiente el más soberbio y vano;
en opresión, el sufrimiento humano;
en desprecio, la sciencia y la cordura,

promesas son, ¡oh Roma!, dolorosas
del precipicio y ruina que previenes
a tu Imperio, y sus fuerzas poderosas.

El laurel que te abraza las dos sienes
llama al rayo que evita; y peligrosas
y coronadas por igual las tienes.

* [Francisco de Quevedo, sonetos publicados póstumamente en El Parnaso español (1648)]


En los cuartetos de este soneto de Quevedo predomina la sintaxis enumerativa, como expresión de la acumulación barroca. Los elementos enumerados son las causas de la ruina del Imperio Romano, como lo señala el epígrafe del poema. Los desvalores presentes se oponen a las virtudes pasadas. La codicia, la locura, la soberbia y la vanidad son favorecidas. La sciencia y la cordura son despreciadas. Los delitos merecen reconocimiento y no condena. Los favores, la venalidad, el poder del dinero y el uso profano del erario se han hecho habituales. Los habitantes de Roma, en búsqueda de su grandeza, han traicionado las virtudes de los fundadores. Todo ello anticipa la caída y ruina del imperio. La misma gloria (laurel) que corona a Roma atrae la desgracia, como un rayo fulminante.

Este poema también presenta elementos de la imaginería vanitativa, como el laurel (la gloria), el oro, símbolo de las riquezas, y la propia acumulación, en este caso, figurada por la sintaxis enumerativa.

Aquí se destaca la degradación moral por sobre la caducidad material, en relación con la decadencia de Roma. El paso del tiempo aparece tematizado, pero no retrospectivamente sino prospectivamente. En el presente del poema se describe la degradación moral del imperio, que es una promesa de su ruina futura. Dentro del sistema simbólico vanitativo, el reloj que indicaría el paso del tiempo en el poema señala la corrupción como un proceso en marcha, y se refiere al tiempo veloz en curso.

Sin embargo, lo que atrae la fulminante destrucción a Roma no es en este caso la tenacidad del tiempo, sino la propia corrupción. Mientras que en el primer soneto de Quevedo se destaca la caducidad de la materia y de la gloria mundana, en el segundo lo central es la corrupción moral. En ambos casos está presente la idea de decadencia y desintegración que conduce a la ruina. 

En los dos sonetos encontramos también resonancias de los tópicos literarios tempus fugit (el tiempo huye), contemptu mundi (desprecio del mundo) y ubi sunt (¿dónde están?), que con distintos acentos hacen referencia a la fugacidad de las glorias mundanas.

Por cierto, los dos poemas se refieren al Imperio Romano. Sin embargo, en ellos hay palabras que pueden vincularse también al léxico religioso, como peregrino, sacrílego, profano y soberbio.

El primer poema está dedicado a la propia Roma en ruinas, según se expresa en el epígrafe: A Roma sepultada en sus ruinas; asimismo, se dirige a una segunda persona: “¡oh, peregrino!”. Por un lado, un peregrino es simplemente alguien que anda por tierras extrañas. Pero además, la palabra peregrino tiene otra acepción, según la cual designa a quien por devoción o por voto va a visitar un santuario. El poeta invoca al comienzo al peregrino y le atribuye el punto de vista. En 1617, el propio Quevedo pudo haber sido aquel peregrino, ya que en una misión diplomática visitó la ciudad eterna y contempló sus ruinas.

Quevedo vivió los tiempos de la llamada Contrarreforma, respuesta católica al cisma protestante. Los protestantes cuestionaron las bases de la Fe y el liderazgo romano. Si bien la Iglesia salió fortalecida en lo doctrinal del Concilio de Trento (1545 - 1563), el cisma protestante dejó profundas heridas y constituía una amenaza.
 

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Siglos después, el drama de la decadencia romana, no ya imperial y pagana, sino papal y cristiana cobra renovada actualidad. ¿Asistimos a la ausencia de Roma en la misma Roma? El peregrino no halla aquello que pretendía encontrar: lo que era firme se ha destruido o ha huido. Lo permanente y estable ha pasado a ser el fugitivo deseo de la novedad, la preferencia por la vanidad de lo temporal y mundano. Aquellos elementos firmes y estables, que solían asociarse a la Roma cristiana, lo permanente: la adhesión a la Verdad; y lo trascendente: el anhelo de eternidad, parecen sucumbir en favor de lo transitorio e inmanente. Contemporizar implica acompañar este movimiento.

En Roma confluyen dos tendencias antagónicas: la permanencia y el cambio. Parece predominar el cuestionamiento de la tradición y la ruptura con el pasado. La preferencia por fugitivas novedades, en detrimento de la tradición, pretendidamente obsoleta, caracteriza nuestro tiempo. No sea que esto atraiga la desgracia como un rayo, sobre las sienes de Roma coronadas de laureles.